Historias de
El Hierro

Tenía 14 años cuando, de camino a un campamento de verano en La Gomera, el correíllo Viera y Clavijo hizo una parada en el Puerto de la Estaca que me resultó mágica. La primera noche que una Navidad dormí en Valverde pareció envolverme una fría y enigmática neblina londinense. Cuando Leoncio Morales me contó que dos grupos sociales herreños llevaban nombre de rabo, de entrada, no lo creí, pensé que bromeaba. Pero no, iba en serio. Aunque no tiene nada que ver con partirle el rabo al cordero hembra en El Derrabado para facilitarle al macho la fecundación sexual.

Cuando me enteré que por sus ideas liberales, en tiempos de Fernando VII, confinaron en la isla a su primer médico, Leandro Pérez, que escapó de una condena a muerte gracias a unos herreños que lo embarcaron hacia América, entendí la tradicional hospitalidad herreña. Y cuando Marcelo Gutiérrez me contó que un médico ruso se vio forzado a abandonar la isla, me acordé que José Padrón Machín sentenció «pueblo chico, infierno grande». Cuando me contaron que más de un esposo herreño se hacía el zorrocloco para recibir los mismos cariños que su mujer dando a luz, comprendí el significado de la picardía.

Cuando supe que algún herreño permaneció oculto unos ocho años en zulos y cuevas huyendo de la Guerra Civil, concebí lo que era la solidaridad, y cuando conocí la atrocidad de los simulacros de fusilamiento a los familiares de los huidos en el cementerio de El Pinar entendí el rechazo herreño a la dictadura franquista.

En las Bajadas percibí la emoción de los herreños cargando la Virgen y presencié la disputa a empujones defendiendo sus rayas y territorios. Cuando Tadeo Casañas me mostró la lluvia horizontal del Árbol Garoé, entendí que para su genial observación no necesitara la Universidad. El médico Juan Ramón Padrón me enseñó que a una petición que le hicieran podía contestar sí, no, o todo lo contrario. Cuando descubrí el viejo ataúd de Los Llanillos, supe que hubo diferentes maneras de llevar un muerto a su sepultura. El tiempo en El Hierro se puede predecir viendo la tele, pero también con las cabañuelas. Cuando llegué a Sabinosa supe que otro Belén existe, entendí por qué Valentina insistía en que las costumbres de los viejos no deben abandonarse, por qué los gabeteros son la cuna de la música popular herreña, por qué las sabinas sobreviven dobladas, y disfrutar la Parranda de San Simón fue de los regalos más gratos con las que la vida me ha sorprendido. El baño en el mar de toda la costa herreña es un placer de dioses, la vendimia no es un trabajo sino una fiesta, a los finados se les recuerda con vino y castañas en las Tafeñas, en la cumbre las brujas salen de sus escondrijos para bailar la noche, la piña del Golfo es la más sabrosa del mundo, los lagartos más grandes son los de El Salmor, la Monarquía ha visitado El Hierro seis veces, una de ellas cuando el volcán submarino, el Túnel de Los Roquillos es una muestra de la tenacidad herreña, y la llegada masiva de inmigrantes en cayucos pone a prueba la inmensa generosidad y comprensión del pueblo herreño.

Después de unos cuantos años visitando, disfrutando y fotografiando El Hierro, conociendo sus costumbres, escuchando a los mayores sus vivencias, ejerciendo en ocasiones la Cirugía en sus dos últimos hospitales, y sintiendo una curiosidad y cariño especial por tan misteriosa isla, hoy les cuento algunas de sus historias esperando que disfruten con ellas.